Cuando en mayo de 2010 el Partido Revolucionario Dominicano quedó sin representación senatorial, Miguel Vargas Maldonado intentó revertir el palmario fracaso con una operación matemática: el total de votos obtenidos fue superior al depositado a favor del Partido de la Liberación Dominicana. Según el paradójico discurso posderrota se había cumplido cabalmente la consigna de “avanzar en el 2010 para ganar en el 2012”. Sus seguidores, también ellos lápiz en mano, se empeñaron en demostrar que la reciedumbre de su liderazgo en el “nuevo PRD” había logrado el milagro de devolver al perredeísmo el vigor electoral perdido.
Después, las energías se concentraron en afianzar la candidatura presidencial que daban por segura. Y tan grande fue el empeño que no les quedó tiempo para hablar de absolutamente nada más. El país cotidiano, conmovido por el deterioro de la calidad de vida que solo los estrábicos ojos presidenciales no ven, temeroso de la delincuencia y cada vez más harto de la impudicia del poder peledeísta, pasó frente a la casa del PRD sin que sus nuevos dirigentes lo notaran. Ni una palabra sustantiva, ni un gesto de rabia, ni un amago de vital reacción frente a la debacle que otros, desde la sociedad civil y los sectores productivos, señalan cada día con pelos y señales. A lo sumo, tardías reacciones oportunistas, como aquella de intentar convertir el antológico “Lunes amarillo” en oportunidad de campaña.
Y mientras el narcisismo político llenaba de imágenes “fotochopeadas” el paisaje urbano, confiado en que el predominio en la estructura y la abundancia de recursos garantizaban el lugar en la boleta de 2012, en las bases perredeístas fermentaba lo que el sociólogo Ramón Tejada Holguín ha descrito con tanta brillantez en estos últimos tres días: la imperiosa necesidad del reencuentro con la propia historia, con ese estilo político, criticado por las elites, donde el más humilde de los militantes tuvo alguna vez la oportunidad de contestar, en un tú a tú a veces exacerbado, al más encumbrado de los dirigentes.
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